Escrito por José María Jiménez
Abrazar la bandera del ecologismo dando, al mismo tiempo, la espalda a los intereses de los seres más necesitados, es ser un ecologista inconsecuente y peligroso. El verdadero ecologista centra su mirada en el bienestar del hombre, de todo hombre.
Algo falla cuando se extrema el celo en defensa de las especies vegetales o animales y, al mismo tiempo, se hace gala de una indiferencia cruel y difícilmente comprensible hacia los seres humanos más necesitados, menos dotados o más alejados de los cánones de poder, de riqueza o de belleza por el que se gobiernan nuestras sociedades, un tanto desnortadas y absurdas.
Los hombres y mujeres que vivieron en aquellas épocas en que nacía nuestra cultura, trataban de explicarse el mundo y darse respuestas a las preguntas que, por resultarles enigmáticas, les llenaban de zozobra e inquietud, recurriendo a historias llenas de fantasía, protagonizadas por unos seres extraordinarios que poblaban un universo para nosotros tan pintoresco como incomprensible.
Desde nuestra mentalidad occidental, racionalista y tecnológica, tendemos a ver en esas narraciones míticas expresiones de una forma de pensamiento que nada tiene que ver con nosotros y de la que ninguna luz podemos esperar para iluminar los problemas de hombres postmodernos entre los que se desenvuelve nuestra vida. Carecemos de sensibilidad para entender que, tras su lenguaje fantástico y las extrañas criaturas que las protagonizan, se ocultan conjeturas para nada despreciables, acerca del mundo y de su más profunda naturaleza. Incluso verdades imperecederas que nos alertan sobre los riesgos del uso irresponsable del propio poder y, consecuentemente, de los límites razonables que a éste le deben ser impuestos.
Tal es el caso del mito de Faetón, hijo de Helios, dios del sol. Este joven, engreído de su posición e inconsciente de sus límites, quiso darse el capricho de conducir el carro de su padre a través del cielo. No supo medir sus fuerzas, ni tuvo en cuenta su inexperiencia y, sólo cuando ya era demasiado tarde, comprendió que carecía de habilidades para dominar el poderoso tiro de caballos que lo arrastraban. Sin que él pudiera hacer nada para evitarlo, tanto se aproximó este carro del Sol a la Tierra que los cultivos, los árboles que poblaban los bosques, las villas y las ciudades comenzaron a arder. Incluso en los mares se incrementó de forma peligrosa la temperatura hasta poner en situación de altísimo riesgo la vida marina.
Para evitar una tragedia aún mayor y que todo vestigio de vida fuera borrado de la Tierra, Helios se vio forzado a fulminar con un rayo a su amado pero imprudente hijo que se precipitó en llamas en el mar.
Este mito no es simplemente un cuento divertido o la historia dramática de un padre constreñido a aniquilar a su propio hijo, como única alternativa posible a la destrucción completa de la Tierra. Lo podemos ver como una aleccionadora metáfora que nos invita a aproximarnos a la Naturaleza no como si se tratara de un juguete al que podemos manejar a nuestro antojo o como simple fuente de recursos que podemos depredar sin más límites que los que nos dicten nuestros intereses. Tampoco como si fuera un patio de recreo en el que ejercemos el dominio absoluto de diosecillos tan fatuos como irresponsables.
La Tierra que nos acoge es nuestro hogar, un hogar que debemos cuidar con mimo y respetar al máximo para legarlo en las mejores condiciones a nuestros sucesores. Me parece atinada la advertencia que leemos en el libro sagrado de los musulmanes, El Corán, según la cual la Naturaleza, lejos de ser una parcela que hemos adquirido en propiedad, es, simplemente, “un préstamo de Dios”.
Porque tales palabras, a la luz de la doctrina cristiana en su conjunto, invitarían más al “buen gobierno” del mundo que a su “militar sometimiento”. En esa línea, como escribió el obispo anglicano Hugh Montefiore, “los hombres ejercen su dominio sobre la Tierra como administradores y depositarios de Dios” y, en consecuencia, “sobre ellos pesa el deber de velar por su entorno en el presente y en el futuro; y ese deber ha de contemplar no sólo a los demás hombres, sino a la Naturaleza y a la vida toda”.
Continúa en Revistafusion
domingo, 18 de abril de 2010
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